“El día había resultado largo y agotador por lo que me sentí aliviado cuando conseguí encontrar el pequeño manantial que brotaba escondido en las empinadas laderas del Pico Acué. Provisto ya del imprescindible líquido desplegué la esterilla sobre la mullida hierba y me tendí dispuesto a disfrutar de una puesta del sol que se anunciaba espléndida. No tuve que esperar mucho, una tras otra, todas las cimas que abarcaba con la vista —Castillo de Acher, Agüerri, Bisaurín, Aspe…— se fueron incendiando hasta alcanzar un tono ocre que contrastaba con el azul profundo del cielo, mientras las sombras del fondo del valle ascendían por las pendientes tiñendo el paisaje de oscuridad. Cayó la noche y con ella me cayó encima todo el cansancio de la jornada…"
Dormir al raso en montaña es un placer… siempre que el tiempo y el lugar sean los adecuados; y si hay algún momento en que las condiciones pueden complicarse y no ser tan idílicas es cuando, previsto o no, se vivaquea en pared durante una escalada.
Aunque ya no es tan habitual en el Pirineo, pues muchas vías están equipadas y tanto la técnica como el material han recortado radicalmente los tiempos, hubo una época en que era prácticamente obligado vivaquear, normalmente por la longitud y dureza de la escalada, y a veces también… por la alegre desenvoltura con que nos metíamos. La mayoría de los vivacs eran obviamente satisfactorios, pero de vez en cuando algunos se “torcían”, y la experiencia, ¿cómo decirlo?, no resultaba especialmente gratificante…
Calcetín Party en Ansabère
Mi primer vivac en pared fue en la Aguja Norte de Ansabère. Era finales de octubre y aunque ya hacía frío era la última oportunidad del año de hacer una gran vía antes de la llegada del mal tiempo. Decidimos meternos en la vía Ravier y, como el vivac era seguro, nos pertrechamos con bien de ropa y saco de dormir. Pero en aquella época los sacos de pluma estaban fuera de nuestro raquítico presupuesto de estudiantes por lo que llevábamos lo que denominábamos “sacos papelíferos”, que nos garantizaban un frío uniforme durante toda la noche. Para prevenir esto, añadí un par de gruesos calcetines de refuerzo.
El vivac no se puede decir que fuera muy cómodo; al ser tres nos repartimos las exiguas plataformas: Pirulo en una koska en el diedro, Bixen sentado en una repisita, y yo, debajo, en una laja en la que sólo podía apoyar la espalda. Los piernas las coloqué estiradas en horizontal, colgando de un estribo. En estas circunstancias, la operación de ponerme los calcetines extra, dentro del saco y con los pies bailando en el estribo, fue de todo menos gloriosa.
Con la oscuridad llegó el frío, y mientras uno de mis pies mantenía el tipo, el otro lo tenía congelado; por más que lo movía no conseguía que entrase en calor. No me explicaba el porqué, ¿sería un problema de circulación?, me dio la noche.
Con las primeras luces, salí como pude del saco para descubrir que con los agobios nocturnos... ¡me había puesto los dos recios calcetines en el mismo pie!
Noche Flex en el Naranjo
Después de un épico viaje de 7 horas en Lambretta, Antxon y yo desembarcamos en Fuente Dé dispuestos a desafiar la entonces mítica cara oeste del Naranjo. Eran tiempos de bota gorda, maza y clavijas, por lo que el vivac en los Tiros de la Torca era ineludible. Estuvimos discurriendo sobre cómo resolver el problema de pasar la noche sin tener que acarrear mucho peso durante la escalada. La imaginativa solución se le ocurrió a Antxon: ¡en vez de sacos utilizaríamos una funda de plástico de un colchón de matrimonio!
La idea funcionó estupendamente, la funda no pesaba ni abultaba, estábamos encantados... hasta que llegó la noche. Como era de plástico, cada vez que intentábamos cerrarla nos ahogábamos; además, al movernos, el ruido era insoportable. Fue una noche maravillosa, los dos juntitos embalsamados en plástico, pelados de frío y sin pegar ojo.
Noche romántica en Lavaredo
Fue el año de las inundaciones. El tiempo era mayormente espantoso y veíamos desesperados cómo los días en Dolomitas se nos iban de tormenta en tormenta. De pronto, un mediodía, el cielo se despejó milagrosamente y un inesperado cielo azul nos animó a meternos en el Spigolo Giallo, una escalada asequible y no muy larga. Ochoa, viendo la hora, declinó prudentemente sumarse al plan. Arsen, Sebas y yo, más impacientes, no lo dudamos.
La escalada a tres siempre penaliza la rapidez, así que inevitablemente se nos hizo de noche justo en el momento en que alcanzábamos el final de la vía. El descenso era complicado, tres rápeles y luego un destrepe delicado que no conocíamos; por tanto la decisión estaba clara: vivac al canto.
La plataforma era amplia y llana, no la podíamos pedir mejor, pero... habíamos subido con lo puesto, justo un jersey, nada de beber ni comer, y el frío era intenso. Nos echamos sobre las cuerdas, extendidas sobre la gélida roca a modo de colchón, y ni siquiera nos quitamos los arneses con la vana esperanza de que, al menos psicológicamente, algo nos abrigarían.
Sorteamos el codiciado puesto del medio y nos apretamos los tres dispuestos a sobrellevar la noche lo mejor posible. Sin embargo, las cuerdas en lugar de aislarnos se nos clavaban en el cuerpo, los arneses molestaban y el frío nos mordía. Cada vez que alguien quería cambiar de posición nos obligaba a todos a girarnos a la vez, ejecutando una coreografía ortopédica plagada de gruñidos incoherentes, hasta que volvíamos a colocarnos en la postura de la cucharita, que dicen resulta tierna y romántica,... los que no la han probado a tres, sobre el duro suelo, en una fría noche dolomítica.
Jamón, jamón en Ordesa
Era la segunda vez que intentaba la vía del Sol Negro, una de las grandes vías de Ordesa, con su impresionante techo que se distingue desde la Pradera. En esta ocasión recluté a Aitor y de camino recogimos en Ordizia a Marraskilo y Jatxa, dos de los Dalton, que como les daba igual hacer cualquier cosa no hacía falta engañarlos.
Poco a poco nos fuimos abriendo paso por esta preciosa vía, típica escalada atlética de Ordesa con pasos aéreos y buscarse la vida en cada largo. Tan poco a poco que cuando conseguimos superar el descomunal techo nos dimos cuenta que no íbamos a poder salir de día, algo que por otra parte ya preveíamos. Decidimos vivaquear allí mismo, aprovechando una vira estrecha y lisa, a pelo, pues aunque no íbamos preparados el tiempo era excelente.
No sé cómo lo hice, pero a pesar de haber llegado el primero a la reunión, para cuando me quise dar cuenta, los otros tres ya se habían repantingado en la repisa, y sólo me quedó un pequeño espacio liso donde poner el trasero. No fue esto lo peor; a nosotros nos quedaba como un litro de agua, pero a los Dalton, para dos días de escalada, en pleno verano, no se les había ocurrido subir absolutamente nada. Y, para rematar, como única comida, traían jamón serrano bien saladito.
¡Qué noche memorable! Allí sentado, viendo pasar las horas, sin saber ya cómo ponerme, mientras la sed me reconcomía y, para colmo, contemplando cómo los demás sornaban a pierna suelta.
La divina noche en la Fraucata
El mal tiempo se había apoderado de todo el Pirineo, ¿de todo? No, justo en Ordesa el fuerte viento había creado un oasis azul. Recuerdo que a punto de comenzar la marcha de aproximación a la Fraucata para escalar la vía La Divina Comedia tuvimos un corto intercambio de opiniones:
—Sebas: ¿Qué te parece, cojo algo más de ropa?
—Yo: Noooo, no va a hacer falta, ¡estamos en julio!
Ya durante la escalada, el viento nos azotaba despiadadamente y en las reuniones nos pelábamos de frío. La dureza de la vía, el viento y el frío nos fueron ralentizando de tal modo que a falta de un largo se nos hizo de noche. No sé muy bien cómo lo hicimos, pero a tientas conseguimos terminar la vía y salir a las viras. Noche cerrada y sin frontales, caminar por viras descompuestas, cruzar el arroyo de Cotatuero que bajaba crecido, y descender por el paso de las Clavijas, quedaba descartado.
Nos tiramos en una gran plataforma protegida por un desplome y nos dispusimos a pasar un agradable vivac veraniego. Toda la ropa con la que contábamos era una camiseta y un jersey fino Sebas, y yo dos camisetas de manga corta. Ni siquiera nos quitamos los pies de gato. Yo metí los pies en la mochila y los brazos por dentro de las dos camisetas, pegados al cuerpo, para darme calor. Hora tras hora, tiritando sin parar, ¡cuánto puede llegar a durar una noche!
En situaciones límite, cada persona reaccionamos de manera distinta. A medida que las condiciones se endurecen yo tiendo a encerrarme en mí mismo, me abstraigo, es algo instintivo, quizás un recurso para sobrellevar los contratiempos, por lo que permanecí callado mientras el frío intenso nos calaba hasta los huesos. No era el caso de Sebas, llegó un momento, a eso de las 2 o las 3 de la noche, que, incapaz de aguantar callado tanta calamidad. comenzó a despotricar, cada vez más alto, cada vez más fuerte. Era todo un espectáculo, allí colgados, oir en el silencio de la noche sus juramentos y cagüendioses desparramándose por la inmensa soledad del valle, al tiempo que las paredes del Circo de Cotatuero nos los devolvían amplificados.
Realmente fue una pena que, aparte de mí, no hubiese nadie más para admirar aquel despliegue lírico.