20 abr 2020

LA NOCHE EN CONFLUENCIA (Aconcagua)


                                                                                    A Txema Camara

Confluencia es uno de esos lugares a los que nadie se molestó en poner nombre. Simplemente es el punto donde confluyen los ríos Horcones Superior y Horcones Inferior.

A 3.300 m de altitud, en la ruta de Puente del Inca a Plaza de Mulas –Campo Base del Aconcagua–, y a Plaza de Francia –desde donde se accede a la Cara Sur–, se ha convertido hoy en un campamento ajetreado, poblado de tiendas, con servicios, y sobre todo con un puente que permite cruzar el río Horcones cómodamente. Hace años, sin embargo, Confluencia tenía un aspecto totalmente diferente, era un lugar de paso árido y solitario, con un torrente color chocolate que, dependiendo del caudal de agua, podía ser problemático atravesar.

Y es ahí adonde ahora nos dirigimos. Llevamos horas caminando todo lo deprisa que nuestros cansados cuerpos nos permiten. El objetivo es llegar a Confluencia antes de que anochezca para cruzar el río Horcones sin sobresaltos, pero la noche ha sido más rápida que nosotros. La oscuridad invade el valle, y mi ánimo, cuando por fin alcanzamos la orilla. El lugar por donde lo vadeamos a la subida –en el que ya tuvimos problemas–, es absolutamente impracticable de noche y, más aún,  con las frontales agotadas.

—Txema, nos nos queda mas remedio que vivaquear aquí. Es una putada, pero no vamos a poder llegar donde Daniel.
—No, no, el paso que yo conozco es muy fácil, solo tenemos que encontrarlo.

Remontamos despacio la ribera, con cuidado para no tropezar, pues apenas si vemos algo. Txema, convencido, inspecciona cada roca tratando de encontrar el vado. Yo, camino unos pasos por detrás, sin ninguna convicción.

—¡Lo he encontrado!— grita Txema.
—¿Estás seguro?—
—Seguro, tío, lo recuerdo perfectamente. Aquí las rocas están muy juntas, un pequeño salto a ras del agua y estamos en el otro lado.—

Miro fijamente en la dirección que me indica pero no consigo distinguir nada en la oscuridad.

—Vale, si lo tienes claro, ¡adelante!— le animo.

Estamos a un metro escaso, el uno del otro, sin embargo apenas si lo intuyo, justo una mancha oscura que calibra la distancia y se prepara para saltar. Vislumbro un movimiento, seguido de un grito ahogado y un chapoteo… ¡se ha caído al agua!

—¡Txema, Txema!— llamo desesperado.

No recibo contestación, tan solo el ruido incesante del agua deslizándose impetuosa quiebra el silencio. Trato de localizarlo pero no veo absolutamente nada. Estoy anonadado. No puede ser, me repito una y otra vez, pero los hechos me caen encima como losas: la furia de la corriente que choca con violencia contra las rocas del cauce, el agua que baja helada del glaciar y… la mochila, la enorme mochila que pesa como un muerto. No me cabe duda de que se ha ahogado.
Se me cae el alma a los pies. Acabo de perder un amigo delante de mí, de la manera más idiota. Me invade un sentimiento de impotencia y rabia mientras mi mirada se pierde en la oscuridad de la noche...

––––––––––––––––––––

Había sido un día muy largo. Tras cinco días inmersos en la descomunal pared sur del Aconcagua, habíamos hecho cima la víspera. Nosotros, Txema y yo, descendimos rápidamente por el Gran Acarreo hasta Plaza de Mulas, mientras que Joseba, que bajaba tocado, se había desviado hacia el camino normal y quedado a dormir en uno de los campamentos de altura.

Pasamos la noche en una cabaña de Plaza de Mulas, acogidos por unos montañeros en periodo de aclimatación. A cero de provisiones, gracias a ellos pudimos cenar algo. Pero... ¡lo que son las cosas!, me llamó la atención que mientras dos de ellos compartían con toda su buena voluntad su escasa comida, el tercero les criticaba y afeaba el gesto. Y es que en la montaña –como en la vida– en situaciones complicadas se ve la altura moral de las personas, y el que no da la talla queda desnudo.

La mañana se nos fue en la espera, pendientes de la llegada de Joseba para poder salir hacia Confluencia. Cuando por fin llegó, nos dimos cuenta de que no estaba en condiciones de continuar bajando, traía los pies destrozados, los dedos en carne viva. Acordamos pues continuar Txema y yo, alcanzar Confluencia y subir a Plaza de Francia para desmontar el campo base que allí habíamos instalado. La noche la pasaríamos con Daniel, un simpático estudiante argentino que trabajaba durante el verano para una agencia, atendiendo un puesto de trekking en la ruta al mirador de Plaza de Francia.

La planicie de Playa Ancha, un desierto de cantos rodados, encajado entre montañas de más de 5.000 metros, se hizo interminable para quien, como nosotros, íbamos al límite. Kilómetros de senderos polvorientos en los que tienes tiempo para pensar en el pasado y el futuro, pero sobre todo en el presente. Y el presente era que teníamos que llegar como fuera a Confluencia antes de que anocheciese, cruzar el río, y remontar el valle hasta el anhelado chiringuito de Daniel. A Daniel lo conocimos durante el primer porteo a Plaza de Francia; nos recibió con chocolate, galletas y simpatía, y se convirtió en parada obligatoria cada vez que pasábamos. Sabía que estaba mucho tiempo solo y aburrido, allá arriba, entre un grupo de trekking y otro, pero también sentía que la amabilidad y la gran sonrisa con que nos recibía nacían muy de dentro.

No nos faltaba mucho para llegar, exprimimos nuestros fatigados músculos al máximo, pero el sol hacía ya rato que se había escondido tras las crestas, las sombras se alargaron por el valle, y la noche se nos echó encima.

––––––––––––––––––––

Paralizado al borde del río, trato de digerir lo que creía que había pasado. Estoy completamente abrumado. Vuelvo a llamar a Txema porque no sé qué otra cosa hacer.

De pronto –no estoy seguro de si han pasado segundos o minutos–, me parece oír una voz; avanzo con el corazón en un puño por la caótica orilla, y ahora sí, oigo claramente a Txema gritar.

—¡Aquí! ¡Estoy aquí!—

Me acerco hacia donde suenan las voces y distingo algo blanco: es el casco de Txema que asoma en la parte superior de la mochila. Llego hasta él y le veo –todavía me emociono al recordarlo– hundido en el agua hasta el cuello, aferrado con ambas manos a una roca, como un náufrago.

—¡Joder!, ¡Qué susto!, pensaba que no volvería a verte—
—¡La mochila! Ha sido la mochila la que me ha sacado a flote y me he podido agarrar a la roca— contesta Txema.

Le ayudo a salir del agua, está congelado y no para de temblar. Rápidamente buscamos un sitio para vivaquear, le cedo parte de mi ropa pues la suya está empapada, y se mete al saco. Afortunadamente, su grueso saco de plumas conserva el interior más o menos seco, y al poco comienza a entrar en calor.

—La roca en la que he apoyado el pie estaba cubierta de hielo y al saltar he resbalado— me cuenta mientras me instalo a mi vez para pasar la noche.

Entre sus húmedas pertenencias, Txema rescata una naranja. Teniendo en cuenta que llevamos 48 horas sin comer de fundamento, es casi un tesoro. Nos la comemos despacio, saboreando esta nueva oportunidad que nos da la vida. Estamos destrozados, pero en paz. Observo el cielo, este maravilloso cielo estrellado, y trato de localizar la Cruz del Sur, mientras me invade una sensación de bienestar que no estoy seguro si se debe a que finalmente ha salido todo bien o simplemente a que estoy agotado. En cualquier caso, es lo más parecido a la felicidad que conozco.



Txema Camara, JC, Daniel y Joseba Ugalde. Al fondo la Cara Sur del Aconcagua


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