26 jun 2014

Una noche en la Arista (del Txindoki)

En primer lugar, quiero dejar claro que la culpa es de Suso Ayestarán, un enamorado de la Arista que, un día, de pasada, me comentó que incluso la había escalado de noche. Al oir esto se me encendió la bombilla (de la frontal) y se lo comenté a Iku, que se lo comentó a Iosu, con el predecible resultado de que aquí estamos, preparándonos al pie del primer diedro de la arista, mientras el último resplandor anaranjado del día desaparece tras la ondulada línea del horizonte.

No es esta, por supuesto, la primera vez que escalamos de noche, pero la gran diferencia radica en que normalmente era la oscuridad la que nos cazaba, obligándonos a salir por pies, a veces incluso con ciertas dosis de angustia. Sin embargo en esta ocasión somos nosotros quienes con premeditación, nocturnidad y ánimo festivo nos metemos en la boca del lobo...., bueno, menos lobos, que la arista es una sencilla y bonita vía que conocemos al dedillo.

La noche se extiende negra y silenciosa sobre una geografía en la que sólo adivinamos los pueblos por el dibujo que conforman sus luces, blancas en algunos, como ascuas en otros. Rodeados de tinieblas, la vía, la montaña, el paisaje, son una ficción, sólo existe aquello que el haz de luz de nuestras linternas alcanza. Iosu, que abre la marcha, desvela con su potente foco los familiares diedros y placas que la oscuridad oculta; las presas y agarres juegan al escondite, y aparecen y desaparecen con el vaivén de sus movimientos. Lo peculiar de la jornada estimula las bromas y las risas. Más rápido de lo que preveíamos completamos los largos de cuerda y ya libres de ataduras nos encaminamos por la cresta hacia la cumbre, sorteando los grandes bloques y atravesando las terrazas herbosas, húmedas por el rocío que la noche fresca y despejada esparce. 

La ausencia de paisaje y de color confieren a la machacada cima del Txindoki un aire fantasmal. La blanca luz de nuestras frontales rasga la negrura y alumbra un tétrico decorado de necrópolis antigua: cruces y placas de hierro emergen siniestras, las rocas pulidas se asemejan a lápidas... Habrá que evacuar antes de que aparezca Don Juan o quizás Hamlet con su calavera, preguntándose qué hacemos aquí, en esta noche sin luna.

El juego –pues de eso se trata– ha terminado. Nos vamos contentos, con nuestro aire de conspiradores, de vuelta a nuestra rutina.






Ascendiendo la dura rampa herbosa
con las últimas luces de la tarde
Llegando a la base de la arista 


Preparativos a pie de vía, todavía con algo luz
Nada más oscurecer, Iosu comienza la escalada


Lo peculiar de la jornada estimula las bromas
Iosu pasando la fantasmal "placa bonita"

Iku en el último diedro


Recorriendo la cresta hacia la cima
Sorteando los grandes bloques de la cresta
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14 jun 2014

Pic de Neouvielle: invierno en la cumbre, verano en el valle


Sábado, siete de junio, tras una inestable primavera el sol irrumpe con fuerza y la temperatura se dispara hasta los 30 grados. La gente “común” se precipita con ansia hacia las playas. Cuando llegue el lunes tendremos problemas para explicarles que sí, que han oído bien, que hemos estado esquiando...

Es un fin de semana de contrastes. Los pastores –perpetuando el ciclo ancestral–, azuzan a los rebaños hacia los pastos de altitud; épicos ciclistas multicolores hacen su aparición por los altos puertos pirenaicos; y los primeros montañeros “de a pie”, con sus pantalones cortos, se lanzan decididos hacia las cumbres. Huele ya a verano. Mientras, la tribu de esquiadores –todavía mayoría–, nos resistimos al inexorable cambio de estación y apuramos las últimas nieves con una sensación agridulce: el pesar por el fin de la temporada y la ilusión de pensar en las montañas y escaladas que nos aguardan durante los largos días estivales. Porque entre las virtudes de la montaña no sólo están la diversidad de paisajes y escenarios que nos ofrece sino también la variedad de actividades que nos posibilita.

Neouvielle, en occitano, significa “nieve vieja” y ciertamente ajada y sucia se encuentra la que pisamos a pocos minutos del parking del lago de Aubert, muy lejos ya del inmaculado blanco de los fríos días invernales. La subida se desarrolla sin problemas por los relativamente cómodos campos de nieve que se extienden entre las crestas graníticas, que como tentáculos descienden de la cumbre del Pic de Neouvielle. Los inmensos bloques que amurallan la cúspide nos cortan el paso y obligan a plantar los esquís. Con torpeza –pues las botas de esquí no se han hecho para escalar–, y zarandeados por fuertes rachas de viento, trepamos los últimos metros y nos aupamos en lo más alto. Sonrisas y fotos humanizan la pétrea cima, mientras el paisaje –el viejo y espléndido paisaje pirenaico– nos vuelve a impresionar como si fuera la primera vez.

Es hora de regresar. Destrepamos con precaución y recuperamos los esquís. Mientras ejecutamos el ritual de preparación para la bajada, no dejo de pensar en lo paradójico que resulta el tener que aprisionar nuestros pies en el cepo de las tablas para conseguir la libertad de un veloz descenso. Dispuestos al fin, abandonamos el invierno y nos deslizamos raudos hacia el verano.




La sucia nieve de fin de temporada

El rastro del crimen: la primavera ha acabado con el invierno

Superando la primera pendiente fuerte

Cruzando el paso de la Cresta de Barris d'Aubert


Bordeando el paso de la Cresta de Barris d'Aubert.
Al fondo, en el centro, la Brecha de Chausenque
 

Dejamos los esquís bajo la torre cimera

Alcanzando la cresta

No es cómodo trepar por los bloques con las botas de esquí


Alegría de Sebas al llegar a la cima

Panorámica sobre el Ramoun y los lagos desde la cumbre

Descenso con vistas: en los lagos ya es verano