28 jun 2015

Asomados a los Balcones del Anayet

Vamos con cierta prisa, bajo la todavía difusa luz del amanecer, caminando por la fea pista que ha usurpado el lugar del viejo sendero que ascendía al Puerto de la Canal Roya. El último repecho nos saca de las sombras y nos coloca en lo alto del puerto, palco perfecto para contemplar el magnífico espectáculo que se desarrolla enfrente de nosotros: los primeros rayos del sol incendian el Pico de Anayet que, como una enorme muela, sobresale en el horizonte inmediato, mientras que la nueva luz, implacable, empuja las últimas sombras de la noche, que huyen a las profundidades de la Canal Roya. Son momentos mágicos en los que amortizamos el madrugón.

Desde el collado nos lanzamos a la búsqueda de la imperceptible senda que a media ladera bordea el Espelunciecha y conduce al paso que da acceso a los llanos de Anayet. Pocas pistas al principio, para evitar, según nos cuenta Fernando, uno de los equipadores, que senderistas despistados se aventuren por él. Los escasos “cairns” ayudan en este terreno complicado, un erial de piedra y tierra suelta en el que siempre me sorprende cómo pueden crecer flores tan hermosas. La barrera de roca, de unos 30 m, se levanta vertical pero la sirga instalada facilita y protege el pasaje.

La pradera del plateau está esplendorosa en estos primeros días del verano. El agua surge a raudales por doquier y discurre imparable por campos de hierba de un verde intenso, salpicados por las innumerables y chiquitas flores de montaña, que parecen competir entre ellas por conseguir los más brillantes colores. El conjunto contrasta con la severa pirámide del Anayet, que nos contempla y espera.

La vía de Los Balcones del Anayet, ideada hace 17 años, fue completada en 2010 por Benedé y Royo, y, como todas las suyas, está perfectamente equipada. Es un recorrido clásico que sigue una línea lógica, no busca complicaciones pero tampoco las evita. La roca es buena y sólida, excepto, claro está, en los breves tramos fáciles de hierba. La escalada transcurre sin sobresaltos, sobre todo tras superar el llamado “triedro”, paso clave de la vía.

El hecho de que la vía esté completamente equipada tiene indudablemente sus ventajas. La primera y más importante la seguridad, y la otra que hace prácticamente innecesario llevar croquis, basta con seguir la línea de seguros. por tanto, nos podemos concentrar en lidiar con los diferentes pasos que la ruta nos propone. Pero, a cambio,… nos perdemos la otra parte de la escalada, esa que nos habla de la búsqueda del camino, de tantear la pared para encontrar sus puntos débiles, husmeando cada fisura para descubrir los mejores emplazamientos para colocar los seguros, de sentirnos de alguna manera partícipes en su descubrimiento, de no limitarnos a solventar con mayor o menos destreza gimnástica sus dificultades, de la montaña con mayúsculas, en definitiva, de la aventura.
No sé si me he explicado. Probablemente, algunos de los escaladores que provengan de la escalada deportiva, de rocódromos y escuelas equipadas, no me entenderán; sólo aspiro a que los montañeros, en el sentido más amplio del término, sepan de qué hablo.

Despojados de los gatos y sumergidos en las heladas aguas del arroyo, nuestros pies se alivian al mismo tiempo que nos duelen. Satisfechos de haber completado esta preciosa ruta, plenamente recompensados del madrugón, observamos allá en lo alto, en el último tercio de la pared, las últimas cordadas, diminutas, en su lenta progresión.


Amanece: el Pico de Anayet desde el Puerto de la Canal Roya

El Midi D'Ossau desde la aproximación al Anayet

Ibón de Anayet y la Cara Este del pico

Jon llegando a la segunda reunión, bajo el Triedro
En el largo del Triedro
Comenzando el 5º largo

Jon en las placas del 6º largo
El paso hacia los Llanos de Anayet, con la sirga y cadena instaladas





Página de los aperturistas: http://senderolimite.blogspot.com.es/search?q=anayet

20 jun 2015

Regreso a Berdabio (cuento verde)





Berdabio es verde.


Canal de Berdabio
Llegada la primavera, los árboles –hayas y robles y alisos y avellanos y sauces, no importa su adscripción política– se afanan por ponerse a la última, y se visten de hojas cuyos luminosos verdes irán evolucionando a lo largo de la temporada –al dictado de la moda– hasta llegar al sombrío otoño, cuando imposibilitadas de mantener tan esperanzador color, les da un ataque de nervios y se dejan caer en una especie de suicidio sectario colectivo. Y luego están los empinados pinos y los tozudos tejos, orgullosos por ser de los pocos que mantienen el tipo durante el largo invierno, conservando sus verdinegras hojas. 

Verde oscuro es el musgo que todo lo invade, reptando por el suelo en su empeño por enmoquetar el bosque –ecológicamente, eso sí–, y también verde es el que trepa por los troncos de los árboles como queriendo abrigarlos, no vaya a ser que con clima tan húmedo se acatarren o, peor aún, cojan reuma. Vaya Ud a saber.

Verde claro es el musguillo que a modo de tupé corona los postes de los vallados, dando un aspecto ridículo a gente tan seria, siempre vigilando y prohibiendo el paso.

Verdiamarillo son los líquenes que se pegan como piel a las rocas, cubriendo púdicamente su blanca y maciza desnudez. Y verdes las hiedras que ascienden por árboles y muros, siendo a la vez escaladoras y cuerdas.

Verdes por supuesto son los jurásicos helechos que inundan como un mar los escasos prados y nos acarician cuando los atravesamos, al mismo tiempo que, generosos, nos traspasan las simpáticas garrapatas que como microdraculitas con síndrome de abstinencia no pierden un segundo en mordernos.

También las aguas blancas y ruidosas que bajan atropelladas por las errekas se transforman, tan pronto entran en el canal –huérfanas de forma y color–, en verdes, oscuras y silenciosas, intentando quizás reflejar la atmósfera que reina en el bosque.

Sólo las setas y hongos que se camuflan entre la hojarasca o gorronean por los árboles se resisten a vestirse de verde, cabezones ellos, nunca mejor dicho.

Y luego está la ardilla, a la que sorprendemos corre que corre y salta que salta, como alma que lleva el diablo, hasta que se esconde entre el follaje, posiblemente avergonzada de no ser verde.

Salimos del bosque impregnados de su verde soledad, y, cuando miro hacia atrás, me parece percibir como un rastro de partículas esmeraldas que poco a poco se va desvaneciendo.

¿He dicho ya que Berdabio es verde?












Las aguas entran rápidas y blancas en el canal...

... y se transforman en tranquilas y verdes
Abrazo verde
Parece un árbol pero en realidad es una pata con garras... 

... y esta es una pata peluda con garras



Bien abrigado, ¡por si acaso!
El camino también es verde

Poste con peluquín






Habrá que volver a investigar quién vive ahí

Un reloj de bosque
Irreductibles setas cabezotas

Árbol tiesto

Encuentro con la gran araña verde en el bosque 





+ sobre Berdabio: http://lakasta.blogspot.com.es/2014/12/corriendo-traves-del-mundo-perdido.html




10 may 2015

Picnic en la Maladeta

Son ya las 8 de la tarde cuando, tras remontar la última cuesta de la pedregosa pista, desembocamos en las Granjas de Viadós y contemplamos por fin la mole del Posets. Estamos a primeros de mayo y la sutil luz del atardecer baña el paisaje con ese toque suave que confiere tranquilidad y sosiego. El día declina y con él nuestros ánimos. Miramos y remiramos y no damos crédito a lo que vemos. Mejor dicho, ¡a lo que no vemos! El blanco manto que apenas unos días antes vestía las imponentes laderas del macizo ha desaparecido casi por completo. Las altas temperaturas primaverales y las fuertes tormentas se han encargado de limpiar los restos del invierno, dejando tan sólo unos aislados lapos de nieve que dudo mucho podamos conectar con los esquís. Miramos la montaña, miramos el reloj, hay que tomar una decisión rápida: o nos volvemos para casa o nos tragamos los más de 100 kilómetros que nos separan de Benasque, el lugar más cercano donde podremos encontrar nieve.

Amanece en el Plan d’Están. La pista, cerrada por una valla (zona inundable, dice), está a rebosar de vehículos. Dos montañeros del coche que nos precede, que se aprestan a salir hacia el Pico del Alba, nos comentan:

         –Esto no es nada. Ayer sábado había muchos más. ¡En la cima de Aneto contamos entre 80 y 100 personas!


Es mayo y la nieve escasea este año en el Pirineo. Todo bicho viviente con tablas en lugar de pies se concentra en Benasque.


Desde La Besurta (1.860 m), en vez de dirigirnos a La Renclusa, nos desviamos hacia la derecha por unas empinadas laderas que, una vez superadas, nos sitúan en una loma por encima del refugio. Mientras recuperamos el aliento disfrutamos de una espectacular vista sobre la inmensa y todavía sombría pala helada que desde el albergue asciende ininterrumpida hasta lamer los soleados contrafuertes de la Maladeta.

En un primer momento las cimas nos parecen cercanas, rápidamente asequibles por los despejados campos de nieve. Las proporciones engañan, nuestro cerebro es incapaz de interpretar los datos que le envían los ojos, de comprender las dimensiones reales del paisaje. Pero como decía el filósofo el hombre es la medida de todas las cosas, y basta fijarse en la multitud de puntitos negros desperdigados, subiendo lentamente por la blanca inmensidad del glaciar de la Maladeta, para percatarse de la magnitud de este escenario.


En la base del pequeño corredor que facilita el ascenso al Pico de la Maladeta parece que se celebra un picnic. Una treintena de montañeros –la mayoría con esquís– acampan sobre la nieve, mientras se preparan para subir o bajar, comen, beben, charlan y se relajan. Nos unimos a ellos. Se está bien aquí, apelotonados bajo el brillante sol de mayo, en el que será probablemente el último día de esquí de la temporada.
La aparentemente estable congregación se renueva sin cesar. Constantemente, pequeños grupos la abandonan camino de la cima o el valle, mientras que otros, recién llegados, los sustituyen.

El estrecho corredor, por el que circula sin descanso una procesión en ambas direcciones, no supone ninguna dificultad, y pronto nos encaramamos en los grandes bloques de granito que conforman la exigua cumbre de la Maladeta (3.308 m). La mirada recorre el horizonte, sobrevolando la ingente cantidad de cimas que nos esperan, y se detiene en el Aneto, en cuya cumbre se adivina un enjambre de personas haciendo cola para cruzar el Paso de Mahoma…


La gran pala que lleva al Portillón Superior. Sólo en esta foto cuento casi 70 puntitos... 
Ascendiendo por el Glaciar de la Maladeta. Al fondo el Pico y el corredor de acceso 
En la base del corredor del Collado de la Rimaya
Jon en pleno corredor. El picnic se ha quedado abajo
Tras salir del corredor, sólo queda una suave ladera hasta la cumbre
Cima de la Maladeta. Al fondo el Aneto

Momentos pre-cerveza en La Renclusa...

19 abr 2015

El Pico de Tendeñera tras la tormenta

La fenomenal tormenta vespertina, con su dramático juego de luces y sombras y espectacular aparato pirotécnico, ha cubierto el valle con una fina sábana de nieve y granizo, que ahora, medio helada en esta fría mañana de primavera, cruje bajo nuestros pasos.

   Cargados con el peso extra de tablas y botas –pues la delgada capa no nos permite su uso–, caminamos torpemente por el colgado valle de Otal, sorprendentemente llano en este mundo abrupto y vertical. Avanzamos mayormente en silencio, con un ojo puesto en las espesas y negras nubes que nos acechan desde la divisoria y el otro en la imponente muralla blanca que arrancando al final del valle, asciende en terrazas verticales hasta las cumbres de los picos de Otal y Tendeñera. De pronto, el primer rayo de sol ilumina la cima de Tendeñera, que refulge lejana, allí arriba, como un Shangri-La inalcanzable.

   El valle se cierra y el sendero comienza a ascender los primeros resaltes del muro, serpenteando por un terreno áspero, entreverado por los numerosos arroyos por los que se funde el invierno. La nieve se espesa por fin, pero el alivio que nos procura desembarazarnos de los esquís se empaña por la contundencia de las rampas que se nos vienen encima. Duros zigzags en una nieve reciente y húmeda sobre una capa vieja y podrida que obligan al que lidera a un doble esfuerzo: deslizar la tabla sobre la primera capa para después pisar con fuerza para compactar la poco cohesionada nieve del fondo.

   La penosa tarea, junto con el calor del sol de abril, nos obliga a puntear la ascensión con breves paradas que aprovechamos para disfrutar del espectáculo que se despliega ante nuestros ojos. En primer plano, los contrafuertes y corredores de la Peña de Otal, a los que la nieve caída en las últimas horas ha tapizado de blanco, confiriéndoles un flamante aspecto invernal; Abajo, el río que culebrea por el fondo del plano valle, remoloneando antes de precipitarse al barranco de Ara; y, a lo lejos, las grandes montañas del entorno, Vignemale, Taillon, Marboré, Perdido,…, engullidas por una oscura y alborotada masa de nubes que trata desesperadamente (e ilegalmente) de cruzar la muga y alcanzarnos. Para nuestra alegría, Jorge “el de la meteo” (¡Gracias!) ha acertado plenamente el pronóstico, y el tiempo en nuestra zona se mantiene aún despejado.

   El cansancio va haciendo mella y la última rampa se nos hace larga. Menos mal que Jon, con el empuje y el hambre de cima de sus 25 años, se trabaja la huella hasta depositarnos en la cresta donde el sentido común nos recomienda aparcar los esquís. Como para darle más carácter a la cumbre, los últimos metros consisten en una arista estrecha y vertiginosa, apenas un pasillo de nieve y roca con precipicios a ambos lados, que requiere toda nuestra atención.

   No nos quedamos mucho tiempo en la punta. Las nubes han acabado por atraparnos y nos hurtan las vistas y el calor. El descenso lo comenzamos en medio de un ligero granizo y con poca visibilidad, pero no nos quejamos demasiado, a pesar de las escasas expectativas iniciales la ascensión ha resultado estupenda.



La delgada capa de nieve helada cruje bajo nuestros pasos
La subida consiste en terrazas inclinadas entre farallones rocosos
El río Otal serpentea por el fonde del valle
Cuesta abrir huella

El valle de Otal se queda muy lejos
La última pala, con las nubes pisándonos los talones
Aparcamos las tablas y nos dirigimos hacia la cresta
La cresta se estrecha hasta formar un pasillo aéreo en el que hay que tomar precauciones
Las nubes nos atrapan en la cima