25 jun 2021

LOS ANCIANOS DEL BOSQUE

Robles centenarios de Munain y Okariz

La musiquita del móvil me anuncia que ha entrado un wasap. Es de Rafa. Últimamente le ha dado por dibujar tocones de árboles y viejos troncos, y me manda un enlace que habla de un bosque de robles. Lo abro a ver de qué va y me quedo sorprendido: ¡robles centenarios en Munain y Okariz! No lo había oído nunca, y eso que están al lado de Egino, a donde vamos a escalar con frecuencia. No pierdo el tiempo y, aprovechando que han abierto el confinamiento para los federados, nos acercamos a la Llanada alavesa para ver esos robles desconocidos.

Las nieves de este invierno desbordan los arroyos e inundan los prados. El ancho camino embarrado abandona el mar de campos cultivados de la Llanada y se introduce por un sotobosque exuberante que asciende suavemente hasta que poco a poco comienzan a aparecer árboles de mayor porte y, finalmente, para nuestro asombro, atisbamos las inmensas ramas que sobresalen del bosque como gigantescas astas de ciervos.

Los primeros ejemplares no tardan en mostrarse, solitarios gigantes rodeados de una corte de vasallos de menor envergadura. Muchos de ellos huecos y agujereados nos muestran sus entrañas devastadas; otros, firmes y arrogantes, asaltados por lianas parásitas que como gruesas sogas tratan de asfixiarlos, sus ramas y bifurcaciones repletas de plantas como jardines colgantes.

Tenemos la sensación de pasear por las ruinas de una acrópolis clásica, los enormes troncos caidos semejan columnas derribadas por batallas hace tiempo olvidadas, mientras que los que permanecen en pie nos recuerdan pilares de grandiosos templos que resisten, sumergidos en la vegetación, orgullosos de su pasada grandeza.

En su dilatada existencia, estos árboles han sido testigos mudos de la historia. La Llanada alavesa ha sido desde siempre tierra de paso y cruce de caminos y lo sigue siendo actualmente. Algunos de estos robles habrán visto pasar los primeros peregrinos que desde la Edad Media no han cesado de marchar hasta la tumba del apóstol Santiago; y habrán asistido a la construcción de las iglesias y ermitas que salpican el paisaje, como el pequeño templo románico de Gazeo, que contrastando con su sencillez exterior esconde unas espléndidas pinturas góticas del siglo XIV, o como el de Alaitza, con sus enigmáticas pinturas rojizas que representan imágenes de la vida cotidiana medieval. Muchos habrán presenciado impávidos los desastres y horrores de las guerras, como cuando en 1813 pasaron por delante, huyendo hacia la frontera, las tropas napoleónicas derrotadas por Wellington en la batalla de Vitoria; o en 1834, en la Primera Guerra Carlista, cuando Zumalácarregui emboscó y derrotó a las tropas isabelinas en el cercano pueblecito de Txintxetru. Y todos han contemplado silenciosos cómo la vieja calzada que durante siglos encaminó a viajeros y mercancías por el paso de San Adrián cedía protagonismo al valle, por el que comenzaron a circular, rápidos y ruidosos, trenes y coches.

Viejos árboles derrengados por el peso de su larga vida; útiles robles que con sus bellotas y leña han proporcionado el sustento a generaciones de habitantes de este valle, por no hablar de los animales y plantas a los que han dado cobijo. Magníficos trasmochos de troncos desmesurados, podados año tras año por la mano del hombre para sacar leña y hacer carbón.

No deja de ser una ironía que la propia destrucción sistemática a la que los hemos sometido haya sido la causa de que hayan perdurado. Sólo espero que a partir de ahora su conservación no dependa de la rentabilidad o la indiferencia, sino del respeto y aprecio social, de su valor como monumentos vivos que nos recuerdan la grandeza y tenacidad de la naturaleza frente a nuestra fragilidad.