26 abr 2020

La mochila acuática (Aconcagua)

                                                                             A Joseba Ugalde

La mañana era espléndida, marchábamos animados hacia Plaza de Mulas —la base para la ascensión al Aconcagua— con todo el entusiasmo y ganas acumulados durante los meses de preparación. Nos sentíamos pletóricos y completamos el recorrido hasta Confluencia (3.300 m), el primer descanso, en muy poco tiempo. En aquella época, en Confluencia no había nada, ni campamento ni servicios ni sobre todo puente para cruzar el río.

Recorrimos los márgenes del río hasta que localizamos un punto, por el que un grupo que regresaba a Puente del Inca, lo estaba vadeando. Después de observar un rato, nos pareció una operación sencilla y sin peligro. El paso consistía en dos bloques de piedra, enormes y redondeados, que se alzaban varios metros sobre la superficie del agua, uno en frente de otro, formando un pasillo por donde discurría el agua. La parte superior de ambos estaba lo suficientemente próxima como para permitir salvar el estrechamiento mediante un salto, eso sí, sin el peso de la mochila. La mayor dificultad estribaba, no tanto en el salto, como en el aterrizaje, pues la superficie de llegada era pequeña e irregular.

Me tocó el primero. Me coloqué en posición y con mucho cuidado realicé el salto sin mayor problema. A continuación procedimos a pasar las mochilas, operación delicada pues el peso y el volumen de cada una eran considerables. Con cierta aprensión vi cómo levantaban la mía y, tras balancearla varias veces, la lanzaron con fuerza. La pillé según golpeaba mi plataforma y pude sujetarla a la primera… ¡Uf! La segunda mochila siguió el mismo camino, también sin complicaciones. Le correspondía el turno a la de Joseba, mismo procedimiento, balanceo, uno…dos… y… no sé exactamente qué ocurrió, si no le dieron suficiente impulso, si se les resbaló en el último instante… el caso es que ni ellos pudieron retenerla ni yo agarrarla. El macuto se deslizó por la angostura entre los bloques, rebotó contra las paredes, y cayó como un plomo al agua.

Una cosa tienen de bueno las mochilas, que por mucho que pesen —como era el caso—, es que entre todos los cachivaches que embutimos dentro siempre queda aire atrapado, y esto hace que puedan flotar. Efectivamente, la mochila de Joseba navegaba viento en popa por las aguas bravas rumbo al desastre.

Nos quedamos atónitos, la cara de Joseba un poema trágico. Todo su equipo —ropa, material de escalada, cámara Nikon…— iba en aquella mochila. Su pérdida suponía que su expedición a la Cara Sur del Aconcagua quedaba abortada sin tan siquiera empezarla.

Al estupor inicial siguió una reacción frenética. Cada uno por su lado del río, salimos en estampida, corriendo por las márgenes en pos de la malhadada mochila. El torrente, en esta zona, bajaba rápido y turbulento, pero su trazado sinuoso entorpecía la singladura de la mochila, que chocaba en las curvas con las rocas, giraba y se bamboleaba, y reanudaba su crucero como si fuera en un tobogán. Las riberas eran abruptas, pobladas de vegetación y atestadas de pedruscos. Sus escarpadas orillas tampoco permitían acceder al agua salvo en contados lugares. Por suerte o por desgracia, mi orilla era un poco más transitable y conseguí alcanzar en un par de ocasiones la mochila, pero mis esfuerzos para pescarla, utilizando desde la altura el bastón, no tuvieron mucho éxito, y el petate siguió imperturbable su desventurada travesía.

Otra vez a correr por el ribazo, sorteando piedras, intentando no perder de vista el furioso bamboleo del surfista. De repente, la orilla descendió de golpe y apareció un vado con una minúscula playa de guijarros. Miré hacia arriba y vi emerger la mochila en el tumulto de la corriente. Era mi oportunidad, pero no sabía qué hacer; los bastones habían demostrado su inutilidad para engancharla o pararla. No tenía margen para pensar. Tal y como estaba, me metí en el agua hasta situarme en el centro del vado; el agua, helada, me cubría hasta el pecho. Zarandeada por las aguas, la mochila venía embistiendo como un toro. Abrí bien las piernas para estabilizarme y aguardé el impacto… todo pasó en un segundo, el topetazo me tiró para atrás y dí vuelta campana bajo el agua, pero de alguna manera conseguí agarrarme fuerte a la mochila y, al hacerlo, la corriente nos apartó hacia la orilla.

Los demás llegaban sin resuello en ese momento. Con su ayuda conseguimos sacar el empapado petate del agua. Pasado el susto hice recuento de daños, me dolía el pecho y las manos, y tenía heridas en los dedos. Nada serio. La mochila estaba a salvo y la expedición podía continuar.

Mientras los colegas reanudaban la marcha hacia Plaza de Mulas, Joseba y yo, junto con todo el contenido de la mochila, nos tendimos desparramados en la hierba, esperando a que el sol de la tarde hiciera su labor.



Joseba (con su mochila) en los seracs de la Cara Sur del Aconcagua

20 abr 2020

LA NOCHE EN CONFLUENCIA (Aconcagua)


                                                                                    A Txema Camara

Confluencia es uno de esos lugares a los que nadie se molestó en poner nombre. Simplemente es el punto donde confluyen los ríos Horcones Superior y Horcones Inferior.

A 3.300 m de altitud, en la ruta de Puente del Inca a Plaza de Mulas –Campo Base del Aconcagua–, y a Plaza de Francia –desde donde se accede a la Cara Sur–, se ha convertido hoy en un campamento ajetreado, poblado de tiendas, con servicios, y sobre todo con un puente que permite cruzar el río Horcones cómodamente. Hace años, sin embargo, Confluencia tenía un aspecto totalmente diferente, era un lugar de paso árido y solitario, con un torrente color chocolate que, dependiendo del caudal de agua, podía ser problemático atravesar.

Y es ahí adonde ahora nos dirigimos. Llevamos horas caminando todo lo deprisa que nuestros cansados cuerpos nos permiten. El objetivo es llegar a Confluencia antes de que anochezca para cruzar el río Horcones sin sobresaltos, pero la noche ha sido más rápida que nosotros. La oscuridad invade el valle, y mi ánimo, cuando por fin alcanzamos la orilla. El lugar por donde lo vadeamos a la subida –en el que ya tuvimos problemas–, es absolutamente impracticable de noche y, más aún,  con las frontales agotadas.

—Txema, nos nos queda mas remedio que vivaquear aquí. Es una putada, pero no vamos a poder llegar donde Daniel.
—No, no, el paso que yo conozco es muy fácil, solo tenemos que encontrarlo.

Remontamos despacio la ribera, con cuidado para no tropezar, pues apenas si vemos algo. Txema, convencido, inspecciona cada roca tratando de encontrar el vado. Yo, camino unos pasos por detrás, sin ninguna convicción.

—¡Lo he encontrado!— grita Txema.
—¿Estás seguro?—
—Seguro, tío, lo recuerdo perfectamente. Aquí las rocas están muy juntas, un pequeño salto a ras del agua y estamos en el otro lado.—

Miro fijamente en la dirección que me indica pero no consigo distinguir nada en la oscuridad.

—Vale, si lo tienes claro, ¡adelante!— le animo.

Estamos a un metro escaso, el uno del otro, sin embargo apenas si lo intuyo, justo una mancha oscura que calibra la distancia y se prepara para saltar. Vislumbro un movimiento, seguido de un grito ahogado y un chapoteo… ¡se ha caído al agua!

—¡Txema, Txema!— llamo desesperado.

No recibo contestación, tan solo el ruido incesante del agua deslizándose impetuosa quiebra el silencio. Trato de localizarlo pero no veo absolutamente nada. Estoy anonadado. No puede ser, me repito una y otra vez, pero los hechos me caen encima como losas: la furia de la corriente que choca con violencia contra las rocas del cauce, el agua que baja helada del glaciar y… la mochila, la enorme mochila que pesa como un muerto. No me cabe duda de que se ha ahogado.
Se me cae el alma a los pies. Acabo de perder un amigo delante de mí, de la manera más idiota. Me invade un sentimiento de impotencia y rabia mientras mi mirada se pierde en la oscuridad de la noche...

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Había sido un día muy largo. Tras cinco días inmersos en la descomunal pared sur del Aconcagua, habíamos hecho cima la víspera. Nosotros, Txema y yo, descendimos rápidamente por el Gran Acarreo hasta Plaza de Mulas, mientras que Joseba, que bajaba tocado, se había desviado hacia el camino normal y quedado a dormir en uno de los campamentos de altura.

Pasamos la noche en una cabaña de Plaza de Mulas, acogidos por unos montañeros en periodo de aclimatación. A cero de provisiones, gracias a ellos pudimos cenar algo. Pero... ¡lo que son las cosas!, me llamó la atención que mientras dos de ellos compartían con toda su buena voluntad su escasa comida, el tercero les criticaba y afeaba el gesto. Y es que en la montaña –como en la vida– en situaciones complicadas se ve la altura moral de las personas, y el que no da la talla queda desnudo.

La mañana se nos fue en la espera, pendientes de la llegada de Joseba para poder salir hacia Confluencia. Cuando por fin llegó, nos dimos cuenta de que no estaba en condiciones de continuar bajando, traía los pies destrozados, los dedos en carne viva. Acordamos pues continuar Txema y yo, alcanzar Confluencia y subir a Plaza de Francia para desmontar el campo base que allí habíamos instalado. La noche la pasaríamos con Daniel, un simpático estudiante argentino que trabajaba durante el verano para una agencia, atendiendo un puesto de trekking en la ruta al mirador de Plaza de Francia.

La planicie de Playa Ancha, un desierto de cantos rodados, encajado entre montañas de más de 5.000 metros, se hizo interminable para quien, como nosotros, íbamos al límite. Kilómetros de senderos polvorientos en los que tienes tiempo para pensar en el pasado y el futuro, pero sobre todo en el presente. Y el presente era que teníamos que llegar como fuera a Confluencia antes de que anocheciese, cruzar el río, y remontar el valle hasta el anhelado chiringuito de Daniel. A Daniel lo conocimos durante el primer porteo a Plaza de Francia; nos recibió con chocolate, galletas y simpatía, y se convirtió en parada obligatoria cada vez que pasábamos. Sabía que estaba mucho tiempo solo y aburrido, allá arriba, entre un grupo de trekking y otro, pero también sentía que la amabilidad y la gran sonrisa con que nos recibía nacían muy de dentro.

No nos faltaba mucho para llegar, exprimimos nuestros fatigados músculos al máximo, pero el sol hacía ya rato que se había escondido tras las crestas, las sombras se alargaron por el valle, y la noche se nos echó encima.

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Paralizado al borde del río, trato de digerir lo que creía que había pasado. Estoy completamente abrumado. Vuelvo a llamar a Txema porque no sé qué otra cosa hacer.

De pronto –no estoy seguro de si han pasado segundos o minutos–, me parece oír una voz; avanzo con el corazón en un puño por la caótica orilla, y ahora sí, oigo claramente a Txema gritar.

—¡Aquí! ¡Estoy aquí!—

Me acerco hacia donde suenan las voces y distingo algo blanco: es el casco de Txema que asoma en la parte superior de la mochila. Llego hasta él y le veo –todavía me emociono al recordarlo– hundido en el agua hasta el cuello, aferrado con ambas manos a una roca, como un náufrago.

—¡Joder!, ¡Qué susto!, pensaba que no volvería a verte—
—¡La mochila! Ha sido la mochila la que me ha sacado a flote y me he podido agarrar a la roca— contesta Txema.

Le ayudo a salir del agua, está congelado y no para de temblar. Rápidamente buscamos un sitio para vivaquear, le cedo parte de mi ropa pues la suya está empapada, y se mete al saco. Afortunadamente, su grueso saco de plumas conserva el interior más o menos seco, y al poco comienza a entrar en calor.

—La roca en la que he apoyado el pie estaba cubierta de hielo y al saltar he resbalado— me cuenta mientras me instalo a mi vez para pasar la noche.

Entre sus húmedas pertenencias, Txema rescata una naranja. Teniendo en cuenta que llevamos 48 horas sin comer de fundamento, es casi un tesoro. Nos la comemos despacio, saboreando esta nueva oportunidad que nos da la vida. Estamos destrozados, pero en paz. Observo el cielo, este maravilloso cielo estrellado, y trato de localizar la Cruz del Sur, mientras me invade una sensación de bienestar que no estoy seguro si se debe a que finalmente ha salido todo bien o simplemente a que estoy agotado. En cualquier caso, es lo más parecido a la felicidad que conozco.



Txema Camara, JC, Daniel y Joseba Ugalde. Al fondo la Cara Sur del Aconcagua


12 abr 2020

ANSABÈRE


Las Agujas de Ansabère tras la tormenta (Rafa Elorza, acuarela 2007)




En estos tiempos de incertidumbre, cuando un enemigo invisible nos ha robado el presente, y el futuro se presenta incierto, vuelvo la mirada al pasado, refugio de tantos y tan buenos momentos disfrutados en la montaña, y entre ellos, pocos tan evocadores como los vividos en Ansabère.

La luz dorada del atardecer de verano se desvanece poco a poco hasta que termina por diluirse en un gris mortecino que desdibuja el relieve, y que, al poco, a su vez, se apaga para dar paso a una oscuridad rotunda que nos obliga a encender las frontales. Marchamos apresurados, bajo la luz saltarina de las linternas, por el sendero que de Pont Lamary trepa sin descanso hasta llegar a la vaguada que conduce a las Cabañas de Pedain, donde tenemos intención de vivaquear.

Alcanzada la hondonada, la pendiente nos da un respiro y nos permite levantar la mirada del camino. De pronto, descubrimos sorprendidos decenas de puntos luminosos que parecen flotar misteriosamente en la oscuridad. Nos detenemos desconcertados, y un tanto inquietos, hasta que nos damos cuenta que lo que la luz de las frontales nos devuelve es el brillo de los ojos de un grupo de vacas que, diseminadas por el prado, nos miran indiferentes mientras rumian la noche. Resuelto el enigma, reanudamos la marcha hacia las cabañas de Pedain, un minúsculo lugar perdido al pie de las imponentes Agujas de Ansabère. La noche sin luna nos hurta la belleza del lugar.

Según llegamos, el pastor, un chico joven con un buzo azul, sale intrigado preguntándose sin duda quiénes son los chalados que llegan a estas horas, rompiendo el silencio de su solitario retiro. Tan pronto se entera de que vamos a vivaquear allí para al día siguiente escalar la Aguja Grande de Ansabère, nos ofrece una pequeña cabaña adyacente para dormir. Nos conmueve su amabilidad. La borda está repleta de aperos y trastos, pero también de mullidos montones de paja sobre la que dormimos como benditos.

Pronto, demasiado pronto, llega la hora de levantarse. Medio dormidos, engullimos sin ganas un frugal desayuno y salimos a la madrugada, donde la luz incierta del amanecer se mezcla con la niebla que invade el barranco. El pastor, que desde hace un buen rato se afana en sus labores, nos da los buenos días y se brinda a guiarnos durante un trecho, a través del inmenso caos de piedra que alfombra la ladera hasta la base de las paredes.

El chico, más que caminar, se desliza suavemente, con una facilidad pasmosa, por entre los bloques de piedra, recorriendo una senda que sólo existe para él. Nos cuesta seguirle, incluso, en algunos momentos, le perdemos de vista entre la niebla, pero no hay peligro de extraviarnos, el pastor va dejando un rastro de olor a queso fresco y mantequilla tan agradable que, además de guiarnos, nos hace crujir las tripas.

La Aguja Grande de Ansabère es majestuosa pero solitaria, quizás por su aspecto severo. Aunque la surcan varias vías, continúa sin embargo siendo un terreno serio en el que poca gente se aventura. Siempre que hemos venido a escalar aquí nunca nos hemos encontrado con nadie. Y solos estamos hoy, una vez más, Sebas y yo, cuando entramos en el Pilar Norte, una de las vías abiertas por Despiau en la zona. La soledad es tal que lo único que rompe el silencio es el ruido de mis uñas que arañan la caliza, intentando encontrar alguna muesca a la que agarrarme en las placas del primer largo.

La escalada se desarrolla en la típica caliza de Ansabère, áspera y compacta, desnuda de vegetación. Encontramos bastantes pitones y los clásicos golos que hicieron célebre a Despiau. El resto se deja asegurar bien. Una vez llegados al hombro, la dificultad baja pero la calidad de la roca también; aunque conocemos la salida, pues los largos son comunes a otras vías, prestamos mucha atención a los bloques inestables ya que los seguros escasean.

No nos entretenemos en la cima. Lanzamos las cuerdas y rapelamos a la horquilla que separa la Aguja Grande de la cima de Petretxema. Esta brecha es un lugar que siempre me produce desasosiego, pues la primera vez que pasé, escapando de la niebla y de la noche, no se me iba de la cabeza la historia trágica y tremebunda de la primera ascensión, leída en el libro de Marcos Feliu “La conquista del Pirineo”:


“Esta aguja permaneció virgen hasta el día 24 de junio de 1923, día en que dos jóvenes audaces iban a conquistar la cumbre al trágico precio de su vida. Eran Lucien Carrive, que llevaba ya varios años en montaña y había dado muestras de ser un buen escalador, el otro Armand Calame era un debutante; con la ayuda de una vieja cuerda de cáñamo iban a intentar la aventura. De la brecha llegan fácilmente a una plataforma a media altura del monolito, por su izquierda una difícil fisura, calificada técnicamente, aun hoy, como Extremadamente Difícil, es superada por Calame. Pero luego al tratar de pasar Carrive la cuerda se rompe precipitándose éste al vacío. Calame pues ha llegado solo a la cumbre y al intentar bajar con el trozo de cuerda que le resta, se mata a su vez ante el horror de los que presencian la tragedia.”

Trepamos con cuidado los pocos metros, fáciles pero descompuestos, que llevan a la cumbre de Petretxema. Grandes nubes del color de la tormenta se han ido acumulando durante la jornada, apagando el espléndido sol de junio. Inmensas manchas sombrías oscurecen los valles y tornan grises los blancos picos que nos rodean. El Midi d’Ossau, que lo tenemos enfrente, se ha convertido en un colmillo negro y maléfico.

Los primeros rayos estallan cegadores y poderosos, y los truenos, graves y rotundos, retumban en las murallas que nos rodean. Volamos por las pedreras pero la lluvia y el granizo nos alcanzan y empapan en un santiamén. Nos desviamos lo justo para recuperar los petates y nos adentramos a la carrera en el bosque que nos promete una ilusión de seguridad. La lluvia cae ahora mansa y templada, los fuegos artificiales se alejan, solo es una corta tormenta de verano.


Al salir del bosque nos giramos para contemplar cómo la compacta masa de nubes se desgarra y una pequeña mancha azul lucha por abrirse paso en la vorágine. Y allí, en ese pequeño paréntesis, entre jirones de niebla, como salidas de un mundo de fantasía, vemos surgir, fascinados, las majestuosas Agujas de Ansabère.