12 abr 2020

ANSABÈRE


Las Agujas de Ansabère tras la tormenta (Rafa Elorza, acuarela 2007)




En estos tiempos de incertidumbre, cuando un enemigo invisible nos ha robado el presente, y el futuro se presenta incierto, vuelvo la mirada al pasado, refugio de tantos y tan buenos momentos disfrutados en la montaña, y entre ellos, pocos tan evocadores como los vividos en Ansabère.

La luz dorada del atardecer de verano se desvanece poco a poco hasta que termina por diluirse en un gris mortecino que desdibuja el relieve, y que, al poco, a su vez, se apaga para dar paso a una oscuridad rotunda que nos obliga a encender las frontales. Marchamos apresurados, bajo la luz saltarina de las linternas, por el sendero que de Pont Lamary trepa sin descanso hasta llegar a la vaguada que conduce a las Cabañas de Pedain, donde tenemos intención de vivaquear.

Alcanzada la hondonada, la pendiente nos da un respiro y nos permite levantar la mirada del camino. De pronto, descubrimos sorprendidos decenas de puntos luminosos que parecen flotar misteriosamente en la oscuridad. Nos detenemos desconcertados, y un tanto inquietos, hasta que nos damos cuenta que lo que la luz de las frontales nos devuelve es el brillo de los ojos de un grupo de vacas que, diseminadas por el prado, nos miran indiferentes mientras rumian la noche. Resuelto el enigma, reanudamos la marcha hacia las cabañas de Pedain, un minúsculo lugar perdido al pie de las imponentes Agujas de Ansabère. La noche sin luna nos hurta la belleza del lugar.

Según llegamos, el pastor, un chico joven con un buzo azul, sale intrigado preguntándose sin duda quiénes son los chalados que llegan a estas horas, rompiendo el silencio de su solitario retiro. Tan pronto se entera de que vamos a vivaquear allí para al día siguiente escalar la Aguja Grande de Ansabère, nos ofrece una pequeña cabaña adyacente para dormir. Nos conmueve su amabilidad. La borda está repleta de aperos y trastos, pero también de mullidos montones de paja sobre la que dormimos como benditos.

Pronto, demasiado pronto, llega la hora de levantarse. Medio dormidos, engullimos sin ganas un frugal desayuno y salimos a la madrugada, donde la luz incierta del amanecer se mezcla con la niebla que invade el barranco. El pastor, que desde hace un buen rato se afana en sus labores, nos da los buenos días y se brinda a guiarnos durante un trecho, a través del inmenso caos de piedra que alfombra la ladera hasta la base de las paredes.

El chico, más que caminar, se desliza suavemente, con una facilidad pasmosa, por entre los bloques de piedra, recorriendo una senda que sólo existe para él. Nos cuesta seguirle, incluso, en algunos momentos, le perdemos de vista entre la niebla, pero no hay peligro de extraviarnos, el pastor va dejando un rastro de olor a queso fresco y mantequilla tan agradable que, además de guiarnos, nos hace crujir las tripas.

La Aguja Grande de Ansabère es majestuosa pero solitaria, quizás por su aspecto severo. Aunque la surcan varias vías, continúa sin embargo siendo un terreno serio en el que poca gente se aventura. Siempre que hemos venido a escalar aquí nunca nos hemos encontrado con nadie. Y solos estamos hoy, una vez más, Sebas y yo, cuando entramos en el Pilar Norte, una de las vías abiertas por Despiau en la zona. La soledad es tal que lo único que rompe el silencio es el ruido de mis uñas que arañan la caliza, intentando encontrar alguna muesca a la que agarrarme en las placas del primer largo.

La escalada se desarrolla en la típica caliza de Ansabère, áspera y compacta, desnuda de vegetación. Encontramos bastantes pitones y los clásicos golos que hicieron célebre a Despiau. El resto se deja asegurar bien. Una vez llegados al hombro, la dificultad baja pero la calidad de la roca también; aunque conocemos la salida, pues los largos son comunes a otras vías, prestamos mucha atención a los bloques inestables ya que los seguros escasean.

No nos entretenemos en la cima. Lanzamos las cuerdas y rapelamos a la horquilla que separa la Aguja Grande de la cima de Petretxema. Esta brecha es un lugar que siempre me produce desasosiego, pues la primera vez que pasé, escapando de la niebla y de la noche, no se me iba de la cabeza la historia trágica y tremebunda de la primera ascensión, leída en el libro de Marcos Feliu “La conquista del Pirineo”:


“Esta aguja permaneció virgen hasta el día 24 de junio de 1923, día en que dos jóvenes audaces iban a conquistar la cumbre al trágico precio de su vida. Eran Lucien Carrive, que llevaba ya varios años en montaña y había dado muestras de ser un buen escalador, el otro Armand Calame era un debutante; con la ayuda de una vieja cuerda de cáñamo iban a intentar la aventura. De la brecha llegan fácilmente a una plataforma a media altura del monolito, por su izquierda una difícil fisura, calificada técnicamente, aun hoy, como Extremadamente Difícil, es superada por Calame. Pero luego al tratar de pasar Carrive la cuerda se rompe precipitándose éste al vacío. Calame pues ha llegado solo a la cumbre y al intentar bajar con el trozo de cuerda que le resta, se mata a su vez ante el horror de los que presencian la tragedia.”

Trepamos con cuidado los pocos metros, fáciles pero descompuestos, que llevan a la cumbre de Petretxema. Grandes nubes del color de la tormenta se han ido acumulando durante la jornada, apagando el espléndido sol de junio. Inmensas manchas sombrías oscurecen los valles y tornan grises los blancos picos que nos rodean. El Midi d’Ossau, que lo tenemos enfrente, se ha convertido en un colmillo negro y maléfico.

Los primeros rayos estallan cegadores y poderosos, y los truenos, graves y rotundos, retumban en las murallas que nos rodean. Volamos por las pedreras pero la lluvia y el granizo nos alcanzan y empapan en un santiamén. Nos desviamos lo justo para recuperar los petates y nos adentramos a la carrera en el bosque que nos promete una ilusión de seguridad. La lluvia cae ahora mansa y templada, los fuegos artificiales se alejan, solo es una corta tormenta de verano.


Al salir del bosque nos giramos para contemplar cómo la compacta masa de nubes se desgarra y una pequeña mancha azul lucha por abrirse paso en la vorágine. Y allí, en ese pequeño paréntesis, entre jirones de niebla, como salidas de un mundo de fantasía, vemos surgir, fascinados, las majestuosas Agujas de Ansabère.


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