
Mis ojos, entrenados (o deformados) por décadas de peregrinaje montañero, escrutan inconscientemente el escarpado paisaje, individualizando cada montaña, descubriendo los puntos débiles de las aparentemente inexpugnables cumbres, y trazando con la imaginación las rutas que me permitirían alcanzar las cimas. Noto ya el frío que me entumece las manos mientras clavo los piolets en el hielo de aquél corredor vertiginoso que se escurre entre barreras rocosas hacia la cúspide; siento en el rostro el viento durante la escalada de la aérea cresta que distingo en la lejanía; observo en la distancia la gran pala de nieve que desciende desde la cima de aquella gran montaña y disfruto de la velocidad mientras controlo los giros que mi fantasía va trazando en la pendiente. Excitado por tantas posibilidades, me dejo llevar en un primer momento por la emoción hasta que poco a poco, y sin apenas darme cuenta, me invade un sentimiento de frustración, levemente amargo, al percatarme de que jamás podré ascenderlas todas, que necesitaría varias vidas para recorrer todas estas montañas y valles que como un gigantesco mosaico se extienden ante mí.
–”Señores pasajeros le rogamos se abrochen los cinturones de seguridad. En breves momentos iniciaremos la maniobra de descenso”
De golpe, estas palabras con sonido enlatado rompen mis ensoñaciones y me devuelven a la realidad: me encuentro cómodamente sentado en una butaca a unos 10.000 metros de altitud, en vuelo de trabajo a Milán. Echo una última mirada y despego la nariz de la plastificada ventanilla mientras el avión me aleja rápidamente de las blancas cumbres alpinas y comienza la bajada hacia las monótonas llanuras de Lombardía...
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