22 mar 2014

Pico de Pondiellos (2.917 m)

Advertencia: los hechos narrados en este post no son reales, aunque pudieron serlo, como lo ha demostrado la realidad misma.



Desde donde estoy veo claramente el refugio de Casa de Piedra. No me llevaría más de 10 minutos llegar hasta su soleada terraza y disfrutar de la refrescante cerveza que me merezco. El problema es que no puedo hacerlo..., acabo de meter la pata, literalmente, en un agujero en la nieve, y por más que lo intento no consigo sacarla. Me imagino perfectamente como se tiene que sentir un jabalí cogido en un cepo (¿les gustará la cerveza a los jabalíes?).

En montaña hay días buenos, días malos y luego vienen los raros. Como este. La idea era subir desde el Balneario a los Picos del Infierno por el Corredor Sur, pero una cosa es la teoría y otra la práctica. Para empezar, el habitual zigzag pedregoso por el bosque, precioso en verano, pero ahora, en invierno, un auténtico plastañazo con las boticas de esquí y las tablas en la chepa, que me hacen parecer tan grácil y etéreo como un robot con un par de copas de más. Cuando por fin salgo del bosque y me subo en los esquís descubro con horror que el viento baja en picado desde las crestas a tal velocidad que aún no entiendo como le quedan puntos en el carnet.

De pronto, una ráfaga más fuerte y traicionera que las otras me arranca la visera y se la lleva volando. La reacción inmediata es la de salir tras ella pero nada más girarme la veo desaparecer en el cielo. Me está bien empleado por no habérmela quitado, sabiendo de las tendencias suicidas de las viseras, siempre dispuestas a salir disparadas. Lo mejor sería atornillármela a la cabeza... ¿quizás grapármela?. La visera en montaña es muy útil para proteger la cara y los ojos del sol pero al mismo tiempo –reflexiono– se te quedan los apéndices auditivos desguarnecidos y una de dos, o se te congelan o se te torran. La gorra debe de andar ya por el Atlas; me consuelo pensando que quizás aterrice en alguna cabeza que la necesite más que yo, y continúo la marcha... Me toca ahora pelear con una pala redondeada y muy, muy inclinada a la que el viento peina con violencia. Trocitos de hielo lanzados con saña me masajean el rostro mientras intento avanzar manteniendo la vertical y la dignidad.

Llego a un valle colgado, y cerrado por altas murallas de roca, que contiene lo que parece ser un ibón congelado. Echo una mirada y ¡mierda!, ¡me he equivocado de ruta! ¡El TPS* (*Tira P’alante Sinmapa) me ha fallado! Extraigo, en una dolorosa operación para mi orgullo, el mapa de la mochila y constato que me he desviado hasta el Ibón de los Arnales. Sopeso si continuar hacia el Cuello de Saretas, pero la abrupta subida y el hecho de que estoy más sólo que la una me disuaden. Quito las pieles para retroceder cuando otra vil andanada me arrebata de las manos el plástico-cubre-focas (¿alguien sabe como se llama esto?), que sale volando, supongo que en persecución de la visera. ¡Vaya día! Desciendo la infame cuesta y continúo esquiando a media ladera, lo más posible para no perder altura, hasta que avisto el collado de Pondiellos. ¿En qué estaría pensando para no verlo antes?

Ojeo el cuestón que me queda y me desanimo. Justo en este momento me doy cuenta de que, sentado en mi hombro izquierdo, un personajillo todo colorado, con la nariz como un mapa de La Rioja, y un par de bultitos en la frente –a mí, la verdad, y sin querer faltarle al respeto, me parecen un par de cuernecillos– me está tirando de la oreja mientras me muestra el Balneario y me insinúa las bondades de una fresca cerveza. Ya estoy decidido a bajar cuando un fuerte pellizco en mi oreja derecha me hace volver la cabeza; me quedo estupefacto al ver, revoloteando sobre mi hombro, un Rebuffatito de inmaculado blanco, con sus pantalones bombachos y todo, cabreado mientras me señala con su recio dedito el camino al collado y la gloria de las altas cumbres. ¡Si hasta me parece oir música de violines! Esto último me decide; le doy un capirotazo al borrachín de mi izquierda y reanudo con brío la marcha hacia Pondiellos. Claro que esto es más facil decirlo que hacerlo, a pesar del vendaval no hace frío y el sol de marzo ha transformado la nieve. Cada paso en esta gran pendiente hay que darlo con energía para conseguir que las cuchillas penetren hasta la capa compacta. Con todo, los resbalones se suceden y el desgaste hace mella en mi físico y sobre todo en mi ánimo. Me acuerdo con rencor del angelical Rebuffatito.

Por fin alcanzo el collado de Pondiellos, un hachazo en esta cadena de picos afilados, y veo el Infierno y su corredor Sur. Es un poco tarde y no se ve un alma, me parece un poco arriesgado subirlo, será en otra ocasión. Pero... ya que estoy aquí... consulto el mapa y compruebo que me separa un desnivel de tan solo 100 metros del Pico Pondiellos. ¡Esto está chupado! Abandono las tablas y trepo por la cresta, y trepo, y trepo con las botrancas de esquí por la nieve blandurria y la acumulación de pedruscos, y detrás de cada pico surge otro y otro y esto es inacabable. Para más inri, cuando estoy a punto de llegar a la cima, descubro que rodeando el pico por su base habría pillado una lengua de nieve que me hubiera permitido un ascenso directo y rápido hasta casi la cumbre. ¡Majaderus perfectus! El punto más alto del Pico Pondiellos es un minúsculo y aéreo balcón, una especie de bombo de nieve sobre roca, al que subo con cuidado no vaya a ser que, con el día que llevo, salga yo también volando detras de la visera. Es el momento de ponerse lírico-poético con el panorama pero la verdad es que no me apetece. Regreso rápidamente al collado por la evidente pala de nieve y recupero los esquís, saboreando por adelantado el gran descenso. Grandísimo descenso, en efecto; a estas horas la nieve está más pesada que una sesión plenaria del Congreso, y la bajada se convierte en un sálvese quien pueda.

Aquí sigo, pues, encallado, con la aprisionada pata empeñada en no salir. Un montañero que baja esquiando a trompicones se ofrece a ayudarme, pero nada.

¡Aún voy a a tener que sacar la paalaaaa! –me suelta con un acento más aragonés que el ternasco.

Al final, picando –y muy picado– con la punta del bastón, consigo liberarme y me enderezo haciendo acopio de la poca autoestima que me queda.

Leí hace unos días a una psicóloga que afirmaba que “la felicidad se alcanza cuando uno se perdona a sí mismo”. Me perdono pues todos los errores del día y me dirijo, feliz, al refugio, en busca del sol y la deseada cerveza.


En primer plano la exigua cima del Pico Pondiellos: un poco de nieve sobre un par de rocas.
Al fondo, el macizo de Vignemale. A la derecha, la zona de Gavarnie y Monte Perdido
Basa de la Galabrosa, desde el Cuello de Pondiellos (2.809 m)
El deseado Corredor Sur de los Picos del Infierno

3 comentarios:

  1. ja,ja,ja Juancar..., existen días en los que es mejor quedarse en la cama...De todas formas ¡eres un crack!

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    1. Gracias Miren.
      Pero el cuento tiene epílogo: cuando salgo del refugio, me encuentro al vecino del coche de al lado recogiendo sus trastos esparcidos por el suelo, junto a mi rueda trasera. Le aviso que voy a salir y se apresura a retirar esquís, botas, etc. Cuando le doy al botón del mando nada, que no se abre el coche, empiezo a jurar pensando en que me quedado sin batería, ¡lo que me faltaba! Lo intento de nuevo y nada! Me empiezo a poner nervioso cuando le oigo al vecino:
      –¿No te habrás equivocado de coche?
      –¿Ein...?
      Alzo la vista... y unos tres coches más allá, veo el mío...

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